Juan Pablo Hudson
Introducción.
Las notas de este trabajo intentan combinar algunos conceptos e ideas aportadas por autores con situaciones concretas –problemáticas- que hemos relevado en nuestras intervenciones sociales e institucionales.
Las teorías, en tal sentido, cobran relevancia en la medida en que podamos llevar a cabo un pasaje e, incluso, un forzamiento: de saberes estáticos -intocables y sagrados- a conocimientos vivos cuya potencia se actualiza a partir de nuestra participación e implicación en situaciones concretas y singulares de la vida cotidiana. Los saberes, en definitiva, cobran sentido si somos capaces de transformarlos en recursos de pensamiento. Pero en ese caso ya no sirven como saberes sino como recursos. Allí radica su importancia.
Bajo esta concepción de los saberes, este escrito alternará entre pasajes más teóricos, en los que introduciremos algunos conceptos vitales que colaboran en nuestras intervenciones en los últimos años, y momentos en los que se plantearán situaciones problemáticas que nos permitan pensar las instituciones y la vida social contemporánea.
En principio nos interesa introducir algunas concepciones en torno al pensamiento, el saber, el cuerpo, y la potencia. Nos parecen todos estos elementos centrales a la hora de plantear una intervención colectiva. A continuación introduciremos algunos conceptos en torno al trabajo en instituciones hoy.
Sobre el pensamiento.
Deleuze (1995) afirma una imagen muy perturbadora del pensamiento. Él dice: la verdad depende de un encuentro con algo que nos obliga a pensar y a buscar lo verdadero. Allí donde no existe –o alcanza- el saber preexistente, se abre la necesidad de pensar. El pensamiento para Deleuze no es una función natural. El pensamiento no piensa por sí mismo. El pensamiento es una potencia, una capacidad latente en los animales humanos, pero que sólo se materializa si una fuerza externa -un signo, un problema concreto, material- nos violenta de tal modo que, a partir de esa grieta abierta, de esa fisura en el campo de la representación, el pensamiento adquiere la posibilidad de pensar. Se requiere entonces de una sensibilidad especial para dejarse afectar –cachetear, empujar, desestabilizar- por esos signos y problemas.
Existe, asimismo, una tensión histórica entre el pensamiento y la conciencia. Si nos detenemos en este problema es para evitar falsas mistificaciones y para establecer diferencias entre dos instancias que suelen ser asimiladas como idénticas cuando, en realidad, no lo son. Buscamos evitar esa imagen que suele ser hegemónica en el imaginario social que asimila el pensamiento al mero razonamiento. Nos importa comprender al pensamiento como un proceso complejo que incluye al cuerpo, a sus movimientos, a sus afectaciones, y también, claro está, a los razonamientos. Para ello vamos a recurrir a Spinoza. En primera instancia, Spinoza afirma que la conciencia es una operación mínima al interior del complejo proceso del pensamiento. La conciencia se iguala con la razón y con la limitada actividad de nuestro “yo”. Pese a ello, la preeminencia de la razón sobre la potencia del cuerpo es una tesis sostenida a lo largo de la historia. En este punto hacen su aparición los postulados del cogito cartesiano: pienso, luego existo. Por su parte, Spinoza (Deleuze, 2004b) advierte que el pensamiento siempre excede a la capacidad de nuestra conciencia en tanto implica al cuerpo entero. La conciencia tan sólo retiene una porción ínfima, residual, de ese vasto proceso. Desde esta perspectiva, el cuerpo supera el conocimiento que de él se tiene. O en otras palabras: el pensamiento supera en la misma medida la conciencia que se tiene de él.
Ahora bien, para Spinoza tampoco se trata de desmerecer a la razón en relación al cuerpo. Él busca por todos los medios evitar los binarismos. Spinoza (1980) habla de un paralelismo entre la razón (espíritu) y la extensión (cuerpo). Así lo explica (en Deleuze 2004): "Lo que es acción en el alma es también necesariamente acción en el cuerpo, y lo que es pasión en el cuerpo es también necesariamente pasión en el alma. Ninguna primacía de una serie sobre la otra". Y agrega una tesis fundamental (en Deleuze 2004): "El modelo corporal no implica desvalorización alguna del pensamiento en relación a la extensión, sino algo mucho más importante: una desvalorización de la conciencia en relación al pensamiento; un descubrimiento del inconsciente, de un inconsciente del pensamiento, no menos profundo que lo desconocido del cuerpo". Spinoza, al respecto, introduce un ejemplo muy claro: "No nos inclinamos por algo porque lo consideramos bueno, sino que, por el contrario, consideramos que es bueno porque nos inclinamos por ello".
Las cosas se definen por su potencia.
Hobbes y Spinoza suelen presentarse como autores antitéticos. Sin embargo, entre ambos autores, así como existen diferencias políticas irreconciliables, también comparten una serie de presupuestos ontológicos en común. Si vamos a introducirnos en sus coincidencias y tensiones no es para saber más de estos autores sino para continuar hablando del cuerpo, el pensamiento y, a partir de ahora, de la autonomía.
Recuerdo, en tal sentido, una clase en la facultad de comunicación social. Nos encontrábamos trabajando el problema de la autonomía en los sujetos. En algún momento, para poder ejemplificar el objetivo primordial del análisis institucional, dimos cuenta de personas que padecen adicciones y que, luego de ciertos tratamientos, se convierten fervorosamente a la religión. Después agregamos: "De adictos a sustancias pasan a ser adictos a dios y en muchos casos a la iglesia". Al instante, una alumna levantó la mano y pidió la palabra. Cuando comenzó a hablar se mostró sorprendida y algo molesta por el ejemplo. Acto seguido afirmó: "Lo importante es que dejó la droga, que es lo que lo iba a llevar a la muerte. Después lo otro no me parece un problema grave en la medida en que no le afecta a la salud. Creer fervorosamente en dios no lo va a matar como sí lo iba a hacer la cocaína. Las cuestiones de fe es cosa de cada uno". Lo que pudimos elaborar aquella mañana en la cátedra Análisis de las Instituciones es que el objetivo de una intervención es fomentar la autonomía de los sujetos o grupos, aumentar su potencia y la posibilidad de decidir sobre sus vidas y proyectos. La dependencia, la alienación, la heteronomía, son justamente la cara contraria de esos objetivos.
Pero veamos las concepciones de Hobbes y Spinoza sobre los sujetos.
Existe una proposición central en Hobbes (Deleuze, 2004: 35) que se enfrenta con el pensamiento dominante de su época: “Las cosas no se definen por una esencia, se definen por una potencia. El derecho natural no es aquello conforme a la esencia de una cosa sino que es todo lo que puede una cosa. La esencia de un ser es su capacidad de acción. En el derecho de algo, animal u hombre, está todo lo que él puede”. Si el derecho de naturaleza es todo lo que está en la potencia de un ser, se puede definir el estado de naturaleza como la zona de esta potencia. En este punto debemos incluir la diferencia con un Estado Social, en tanto lo que determina a éste son las prohibiciones sobre lo que se puede hacer. La prohibición misma demarca lo que está permitido.
Pero existe una segunda proposición de Hobbes (Deleuze, 2004: 37) que debemos incluir: “El Estado Natural es pre-social, es decir el hombre no nace social, deviene (social)”. La importancia de este planteo radica en que lo primero es el derecho natural (todo lo que puedo, es decir, toda mi potencia) y las obligaciones son obligaciones segundas que limitan y recortan esos derechos para promover el devenir social del hombre. La radicalidad política de este planteo, asumido posteriormente por Spinoza, es que la diferencia entre los hombres es una diferencia en los grados de potencia. Es decir: en los alcances posibles de su capacidad de acción. Según esta definición habría entonces una igualdad originaria dado que cada uno hace lo que puede. No hay superioridad de rangos a partir de algún criterio trascendente tal como sí lo promueve el pensamiento platonista, que a partir de la construcción de un modelo ideal transforma en meras copias y simulacros a los sujetos. En el marco de esa igualdad originaria, entonces, sólo existen diferencias de potencias. El sabio no es mejor que el loco. Son diferentes. Pueden cosas distintas.
A partir de esta premisa, Spinoza (1980), a diferencia de Hobbes, afirma que nadie puede saber por mí. Esta tesis echa por tierra el lugar trascendente que asume el déspota o el gobernante o el patrón, en tanto supuestos propietarios de mayores competencias sobre el resto de los hombres.
Tal como vemos las diferencias entre Hobbes y Spinoza se abren a partir de sus disímiles posturas políticas. Para Hobbes (Virno, 2003), la multitud es siempre sinónimo de barbarie, en tanto es inherente al Estado de Naturaleza, aquello que precede a la institución del cuerpo político. La multitud que no se unifica en la figura del pueblo representa un concepto límite, puramente negativo. Bajo esas condiciones, la confrontación entre sí es el gran peligro y el destino. El pasaje indispensable desde el estado de naturaleza al pueblo unificado debe producirse a través de la constitución de un aparato específico separado de la multitud: el Estado (Leviatán). Para Hobbes, la conformación del cuerpo político requiere de una condición sine qua non: los sujetos deben obedecer aún antes de haber sabido qué cosa se ordenará desde el Estado. Esto presupone una aceptación incondicionada del mando como condición indispensable para la conformación del cuerpo político.
Spinoza, por el contrario, tiene una concepción eminentemente positiva de la multitud. Para este autor la multitud se compone por una pluralidad que persiste como tal en la escena pública sin converger en un Uno. Se trata de una multiplicidad irreductible –de potencias singulares aunque también antagónicas- que deviene en el verdadero fundamento de las libertades civiles. A diferencia de la concepción de Estado en Hobbes, en donde la relación política implica que uno manda y otro obedece, para Spinoza (2004) el Estado civil se define como el conjunto de las condiciones bajo las cuales el hombre puede efectuar la potencia singular y colectiva de la mejor manera. En la filosofía de Hobbes la obediencia y la delegación de facultades son el punto de partida, en la filosofía de Spinoza, en cambio, la obediencia es secundaria en relación a una primera exigencia: la efectuación de la potencia de cada ser. Spinoza rechaza la constitución de una entidad trascendente a la multitud, a pesar de que considera necesaria la creación de un cuerpo político. Su tesis fundamental es la siguiente (Spinoza, 2004: 45): “No es necesario alienar la potencia constitutiva de los individuos para construir lo colectivo”. Es más: lo colectivo y el cuerpo civil mismo se constituyen sobre el desarrollo de las potencias singulares. La centralidad del Estado, la soberanía, no están presupuestas ni en la ley ni en el ordenamiento constitucional, sino que están permanentemente sometidas a un proceso de legitimación a través de la multitud (Negri, 2000). Esto implica que el escenario social queda definido siempre en términos antagonistas, enfrentamientos entre los sujetos al momento de hacer valer sus derechos naturales. Pero un antagonismo que no se ve resuelto por ninguna tensión abstractamente pacificadora o dialécticamente operativa, sino tan sólo a partir del discurrir constitutivo de la potencia (Negri, 2000). Afirma Spinoza (2005: 44): “si dos se ponen mutuamente de acuerdo y unen sus fuerzas, tiene más potencia juntos, y, por tanto, más derecho sobre la naturaleza que uno por sí solo: entonces cuantos más sean los que estrechan así sus vínculos, más derecho tendrán todos unidos”.
Acerca de las instituciones y las intervenciones hoy.
Al compás de la historia, las intervenciones en las instituciones han tenido que reformularse. Hasta hace no mucho tiempo, las intervenciones se practicaban únicamente a partir del consagrado binomio instituido/instituyente. Lo instituido aludía a lo dado de una institución, a lo establecido, a todo aquello que de tanto verse y tanto decirse se tornaba “natural”. Lo instituyente, por el contrario, refería a una fuerza de cambio, a una potencia más o menos indeterminada, invisible, innombrable que cuestionaba y contrapesaba permanentemente a la vida institucional establecida, es decir, instituida. La institución era la resultante de esa dinámica que se producía continuamente entre lo instituido y lo instituyente.
Pero en un momento determinado la situación cambia. La hegemonía del capital financiero consagra el inicio de una nueva secuencia histórica caracterizada por la contingencia, la incertidumbre y la inestabilidad. A su vez, el mercado neoliberal empieza a precisar de un tipo de Estado distinto. El Estado-Nación muta entonces a un nuevo tipo de Estado que se acomoda a las fluctuaciones de los mercados sin oponerle demasiadas trabas. Con la pérdida de hegemonía del Estado frente al avance del mercado en su capacidad soberana de regulación de la vida social, emergen nuevas formas de vida, nuevas modalidades productivas, nuevas maneras de consumir, y comienzan a desmoronarse los sentidos fundantes de todas aquellas instituciones que, de alguna u otra forma, se encontraban bajo su órbita.
Ante este cambio histórico, trabajar y existir en las instituciones presupondrá tener capacidad de actuar sin certezas, de anticipar escenarios, de estar a la altura de los vaivenes constantes. Surge una nueva fuerza-potencia que se constituye como un elemento cada vez más central en esta coyuntura de cambios bruscos y fragilidad social: lo destituyente. Una fuerza que insiste en hacer tambalear ya no a lo instituido sino al piso mismo que posibilita el acontecer de la dinámica instituido- instituyente, y por ende a la mismísima institución. Es precisamente por esto que hoy todo partícipe de la vida institucional deberá contemplar tres dimensiones: 1. Instituido 2. Instituyente 3. Destituyente.
Las nuevas condiciones de la experiencia.
En tiempos de soberanía del estado nación, de sociedades disciplinarias, la existencia de las instituciones no estaba puesta en discusión. El aspecto decisivo al momento de las intervenciones era que la reproducción y permanencia de dicha institución tampoco estaba en duda. Las intervenciones, por lo tanto, se realizaban al interior de una trama institucional sólida y, por eso mismo, perdurable. No podríamos afirmar que ese esquema haya desaparecido por completo en la actualidad, pero sí que en nuestras experiencias de intervención solemos encontrarnos con escenarios de otro tipo.
En el apartado anterior veíamos que, según el esquema clásico el análisis institucional, al momento de una intervención se operaba a partir de un binomio: instituido/instituyente. La institución era la resultante de la dinámica y tensión que se producía continuamente entre estos dos polos. Lo que vamos registrando en nuestros recorridos es que en las instituciones tomaría el centro de la escena este tercer elemento que reconfigura ese esquema: lo destituyente. Pero veamos, para ilustrarlo, una situación concreta que atravesamos junto a un equipo de intervención institucional.
Una de nuestras intervenciones tuvo lugar en una escuela pública estatal. Cuando empezamos con ese trabajo nos encontramos con testimonios que ponían de manifiesto que aquellas reglas y normas que habían servido para regular el funcionamiento de esa institución ya no tenían eficacia simbólica. Si bien permanecían en los estatutos y se repetían hasta el cansancio, no lograban producir efectos prácticos. Esto es, no producían subjetividad en maestros, alumnos y autoridades. En las reuniones con padres, profesores y directivos surgía con insistencia una imagen habitual a la hora de describir la escuela en los últimos años: "Los chicos no obedecen reglas y eso alimenta la violencia". Hasta ahí nada nuevo. Desde nuestro punto de vista, antes que por trasgresión a las reglas, la agresividad entre los alumnos se producía como un modo de estar entre ellos ante la dificultad para tramar relaciones dentro de –y con- la institución. Más que vincularse entre sí, lo que hacían era chocar en el vacío abierto por la ausencia de sentidos que armaran algún tipo de lazo posible. Sin embargo, esta crisis, encontraba un contrapunto que, transcurrido un cierto tiempo, e iniciada otra intervención, se transformó en un elemento de reflexión sobre la práctica misma del análisis institucional: la certeza de que esa misma institución escolar, más allá de sus intensos conflictos internos, no iba a desaparecer. Podían removerse las autoridades, sufrir algún tipo de intervención desde el Ministerio, agravarse los malestares, pero la escuela iba a seguir emplazada en el mismo sitio, dependiendo de las mismas reparticiones del Estado y continuando, con todas las dificultades del caso, con sus tareas. Por si fuera necesario lo aclaramos: verificar la existencia fáctica de una institución (cumplir con los requisitos administrativos, desempeñar normalmente las actividades pautadas, estar en regla en su relación con las dependencias del Estado), no permite deducir que allí se produzca subjetividad.
Esta certeza de permanencia de la institución, de igual modo, aún en medio de sus crisis, marca diferencias notorias con otro tipo de experiencias colectivas cuyos conflictos y dificultades no ponen en cuestión sólo la capacidad de producir subjetividad sino, inclusive, su existencia fáctica misma. En este sentido, la siguiente intervención que realizó el equipo implicó un replanteo de nuestras prácticas. El trabajo se acordó con empresas recuperadas de la ciudad de Rosario. Ya en los dos primeros encuentros registramos una serie de analizadores: tres cooperativas que compartían un mismo proyecto productivo no iban a participar de los talleres, tal como se había acordado, dado que ese proyecto en común había desaparecido en cuestión de semanas; la cooperativa en la que se realizarían los talleres estaba por sufrir un inminente desalojo judicial; en la primera reunión uno de los presidentes, consultado sobre cómo se desarrollaba la toma de decisiones en su cooperativa, anunció una posible fractura del proyecto ante graves conflictos internos. Otro elemento de análisis fueron las serias dificultades de los trabajadores para asistir a los encuentros, incluso luego de confirmar su presencia en los días anteriores; por último, la dificultad para respetar el tiempo de duración de los mismos, a pesar de haber sido un acuerdo establecido entre todos los participantes.
En cada una de las reuniones los trabajadores daban cuenta de la inestabilidad propia de sus emprendimientos, de las fricciones internas, y de la precariedad de su situación financiera, legal, edilicia, tecnológica. Los testimonios sobre múltiples dimensiones de las cooperativas mostraban hasta qué punto lo destituyente era un riesgo y una amenaza latente en constante actualización. La recuperación, en ese plano, no había recuperado ningún tipo de estabilidad ni certeza.
Estos testimonios registrados ponen de manifiesto que ya no sólo estamos frente a instituciones desregladas pero que, de todos modos, tienen asegurada su continuidad a través del respaldo del Estado; en los talleres nos encontramos con emprendimientos que podían quebrar y desaparecer ante determinadas situaciones como las crisis internas entre los trabajadores, las demandas de los mercados, problemas de solvencia financiera o un fallo judicial desfavorable.
Este panorama abre nuevos interrogantes: ¿Qué implicancias tiene elaborar una intervención con instituciones bajo permanente amenaza de destitución? ¿Cómo se combina la precariedad con las posibilidades de una intervención? ¿Cómo trabajar con lo que se deshace todo el tiempo?
Avancemos con algunas hipótesis posibles. En un panorama social tan cambiante, vertiginoso, asediado por flujos mercantiles, las fuerzas destituyentes tienen altas chances de disputarle a lo instituido el rol de fuerza prevaleciente en la trama institucional. La inercia institucional no es necesariamente hacia la repetición sino hacia la desconfiguración. Si esta es la tendencia, por lo menos en determinadas condiciones, creemos que una intervención institucional necesariamente debe variar en sus formas. La intervención en grupos, colectivos, instituciones, tendría como función configurar trama donde más que anudamientos instituidos sólidos prima la fragilidad. Si esto fuera así, se pone en evidencia un pasaje cualitativo: las intervenciones no siempre apuntan sólo a deconstruir una configuración institucional preestablecida rígida y asfixiante para sus integrantes sino también a producir entramados ahí donde prima la desconfiguración, o bien a reforzar los anudamientos establecidos de forma precaria y/o intermitente. La intervención, entonces, puede adquirir su potencia en su carácter constituyente más que deconstructivo.
Las instituciones: entre la vida fáctica y la comunidad.
En las instituciones, como empezamos a analizar en el apartado anterior, conviven dos existencias: una primera, que llamaremos vida fáctica, que está determinada por las dimensiones administrativas y burocráticas de una institución; y una segunda, que llamaremos vida comunitaria, que surge en cada oportunidad en que la institución es capaz de construir relaciones y vínculos tales entre sus miembros que lo que emerge es una comunidad. Hoy las instituciones navegan constantemente entre estos dos estares.
La experiencia de trabajo muestra que la existencia comunitaria aparece a partir de procesos discontinuos, excepcionales, acontecimentales. En el caso de la vida fáctica, por el contrario, es un modo de funcionamiento hegemónico. La agobiante vida administrativa toma mayor fuerza, se agiganta, en la misma medida en que lo comunitario va retrocediendo. Durante estos pasajes los integrantes de la institución se mantienen en sus funciones, asisten a horario, completan las planillas, hacen reuniones, pero no trascienden esa dimensión meramente burocrática. En el caso de los maestros en las escuelas, por ejemplo, el dictado de clase mismo puede adquirir un funcionamiento de carácter fáctico allí cuando no es posible construir lazos con los alumnos.
SI establecemos diferencias entre estas dos existencias es para remarcar una particularidad de las instituciones actuales: no hay vida comunitaria, ni lazos sociales, que puedan predeterminarse a priori. En este punto, si el problema en las instituciones tradicionales era el peso de lo instituido, el problema en nuestros días es que las figuras y lazos históricos -maestro/alumno, directivo/maestro- suelen estar destituidos. Es decir: en las escuelas hay maestros, directivos y alumnos, sólo que mayormente estos no actúan como históricamente se los concibió y, especialmente, se multiplican las dificultades de vinculación posible entre estas figuras a pesar de compartir una misma aula, un mismo recreo, una reunión de padres, una reunión de directivos. En este marco, lo comunitario, entendido como los momentos de invención y maquinación colectiva, se inscribe como un interrogante y, sobre todo, como un desafío.
En el caso de experiencias como las empresas recuperadas por obreros, la diferencia radica, en principio, en que la tensión se produce entre la vida colectiva -cooperativa, comunitaria- que puedan entablar los trabajadores entre sí (y con otros) y la amenaza de destitución o disolución. Esto ocurre porque, por ejemplo, a diferencia de un colegio público, la cooperativa de obreros no cuenta con un respaldo institucional, encarnado en la figura del Estado, que les garantice aunque más no sea el mantenimiento de su vida fáctica. De ahí su fragilidad. Una cooperativa es lo que sus trabajadores logren hacer juntos. Si no pueden hacerlo, si no pueden cooperar entre sí, puede ocurrir que quiebren y se disuelvan. En el año 2007 nos convocaron a realizar una intervención en una fábrica en la que estaban trabajando -en forma conjunta- tres empresas recuperadas de la rama metalmecánica. El pedido de intervención eran, según nos habían dicho, los incipientes conflictos que tenían a la hora de la toma de decisiones conjunta. Finalmente, por distintos motivos, esa intervención no se llevó a cabo. Pero lo que vale la pena destacar es que meses más tarde desaparecieron las tres cooperativas por esos problemas internos que habían motivado el pedido inicial de intervención. Como vemos, cooperación/desconfiguración de los vínculos son las estares que determinan estas experiencias.
Pero veamos a continuación dos situaciones ocurridas en un colegio de Rosario que ilustran la tensión entre la dimensión fáctica y la comunitaria.
En las escuelas existen las horas de clase y existen los recreos. Las primeras transcurren en el aula, mientras que las segundas en los patios, pasillos, etc. Tradicionalmente las horas de clase son comprendidas como el lugar de la regla, como espacios del orden, mientras que los recreos como una especie de descanso parcial, acotado, de ese mundo más codificado que representa el aula. El lugar del maestro es el aula, no el recreo, que suele ser organizado por los preceptores. Los alumnos de la escuela en donde estamos trabajando jugaban a un juego que se llama el caño cobra. El juego implica que al chico que le hagan pasar la pelota por entre las piernas se lo castiga con una serie de golpes por parte de los compañeros. El problema fue que, más que un juego, lo que se generaban eran situaciones de mucha violencia que ocasionaban lesiones. En una ocasión, ante el aumento de los golpes entre los chicos, a la preceptora y un coordinador general del establecimiento se les ocurrió armar torneos de fútbol durante los recreos. La idea fue hacer cotejos de dos minutos y armar un fixture por puntos. Alguien se dedicó a pintar la cancha, otro escribió y pegó el reglamento en la pared, el taller de carpintería que funciona en la institución armó los arcos, otros empezaron a ocupar el lugar de árbitros, se estuvo a punto de improvisar las tarjetas para las sanciones, etc. Los efectos fueron concretos: los chicos se apropiaron y respetaron las reglas (desde el tiempo de duración, hasta los turnos, hasta el no invadir el “campo de juego” mientras se disputaba un partido). Los golpes, a pesar de que se jugaba con intensidad, fueron decreciendo y el entusiasmo fue muy importante.
Un aspecto a mencionar es cómo esa invención de un juego produce comunidad. Una comunidad que se activa partir de los diferentes aportes y las implicaciones que llevaron adelante múltiples actores de la escuela para materializar la organización. Allí donde los chicos chocaban, aparece, a través de reglas lúdicas muy claras, los vínculos. El recreo, espacio básicamente desreglado, requiere paradójicamente de su reglamentación para evitar los golpes y los choques. Reglamentación que no implica disciplinamiento sino la creación de condiciones para compartir ese espacio entre todos.
Sin embargo, pese a ello, la idea duró poco tiempo. Entre las razones posibles, se contempló el hecho de que la mayor parte de los docentes no se implicaron en el juego. De modo que resultaba complejo sostener su organización.
Este ejemplo nos sirve para visualizar que en la vida escolar –en las instituciones- quizás no haya territorio privilegiado de pensamiento, que los chicos no solamente piensan cuando están en el aula, que el recreo también puede ser un lugar de investigación, de aprendizaje y de cuidados colectivos. Jean Baudrillard dice algo relevante al respecto: lo que se opone a la ley no es la ausencia de ley, sino la regla. Mientras que la primera requiere de un sustento trascendente, la segunda se basa en un encadenamiento inmanente de voluntades arbitrarias. La regla resulta de una decisión arbitraria que organiza las coordenadas de una situación (en este caso, los partidos de fútbol, el campeonato, la cancha, etc.). No tiene sentido transgredir la regla, o ser indiferente a ella, puesto que quien no la acepta o la ignora queda por fuera del juego. No hay término medio, la situación se organiza o no. Cuidar un vínculo no es más que cuidar esa comunidad que, a partir de pequeñas invenciones, se recrea cada vez al interior de una institución y que le da vida y nuevas intensidades.
Es porque que, más allá de este ejemplo puntual, vale preguntarse en las instituciones o en los grupos hoy: ¿Qué situaciones o procesos podemos reconocer que arman -o armaron- comunidad? ¿Cómo han surgido los proyectos que crean comunidad? ¿Cómo y quién los aloja aún cuando no forman parte de las normativas institucionales o de la vida fáctica?
Veamos otra situación ocurrida en este mismo colegio.
Mauro es un alumno que solía presentar muchos problemas de disciplina. Una tarde discutió con un compañero y lo esperó a la salida y lo apuntó con un revólver. A Mauro se lo suspendió durante unos días y luego se decidió reincorporarlo. Muy poco tiempo después, Carlos, docente del taller de carpintería, trae como noticia que una iglesia de la zona le había encargado bancos, un confesionario, y otros elementos para la parroquia. A partir de ese proyecto, este docente decide convocar a ocho alumnos para que lo ayuden a realizar el pedido. Entre esas ocho personas, Carlos decide convocar a Mauro, que recientemente había tenido ese importante problema disciplinario. La realización del trabajo motiva mucho al grupo. Tanto que empiezan a asistir una hora antes al colegio para tener más tiempo; actitud poco habitual en los chicos, que suelen retrasar mucho sus ingresos. La directora y la preceptora nos cuentan que Mauro empieza a mostrar signos de cambio: el primer registro que ellas tienen de esos cambios es que ya no usa la visera de la gorra baja, tapándole la mirada, sino que se la levanta y mira a los ojos. Carlos, el maestro, quien solía tener una posición un poco pasiva en su vínculo con los alumnos y con la institución, no sólo se muestra comunicativo y contento, sino que prepara, una vez finalizado el pedido, un video en donde se registra la experiencia junto a los alumnos. Por su parte, directivos y docentes asisten a la inauguración de lo hecho por el grupo en la iglesia. Este proyecto, a su vez, contagia al taller de herrería que también se dispone a hacer este tipo de trabajos colectivos ante un pedido que le hace una institución del barrio.
Tal como vemos, el proyecto genera nuevas motivaciones, desafíos, y construyen lugares y sentidos inéditos para las tareas de docentes y alumnos. Lo que vemos es una interrupción de los automatismos institucionales, es decir, se suspende la actuación en ese teatro cotidiano en el que muchas veces se puede convertir una escuela, con sus actores repitiendo un guión preestablecido, y le da lugar a lo desconocido, a la invención. Y, también, algo que nos resulta importante: funda lo colectivo allí donde aparece una mera acumulación de individualidades. Hay nuevos lazos, formas comunicacionales, afectos, creaciones, que van afectando y reconfigurando, seguramente por un tiempo breve, la interacción entre los diferentes actores institucionales. Igual, creemos que el foco de atención no debe estar tanto en la durabilidad de esos proyectos como en la posibilidad de pensarlos y en la capacidad sensible de los miembros de la institución de alojarlos, de tomarlos, de darle entidad, ahí cuando surgen. La directora del colegio nos aporta una imagen potente: “Acá, en esta escuela, te atropellas con los signos, con las posibilidades”. Deleuze dice algo muy lindo al respecto: “Aprender es, en primer lugar, considerar una materia, un objeto, un ser, como si emitieran signos por descifrar, por interpretar. No hay aprendiz que no sea “egiptólogo” de algo. No se llega a carpintero más que haciéndose sensible a los signos del bosque, no se llega a médico más que haciéndose sensible a los signos de la enfermedad. (…) Todo aquello que nos enseña algo emite signos, todo acto de aprender es una interpretación de signos o de jeroglíficos”. A esto le podríamos sumar que para habitar e intervenir en una institución se requiere estar sensible a esos signos que emiten sus integrantes.
Una máquina de percibir.
La precariedad es el escenario que caracteriza los espacios en donde intervenimos. El ser precario es condición actual de la existencia. Precariedad material pero también precariedad en la configuración de los vínculos, en los afectos y en los cuerpos. A lo que se suma la precariedad de aquellas herramientas con las que contábamos para intervenir. Cada situación histórica gesta sus propias herramientas de intervención. Lo venimos diciendo: en tiempos de instituciones sólidas, rígidas, esa sensibilidad estaba puesta en función de la “caza” de signos de ruptura con lo instituido. Se estaba atento a la escucha de aquellos enunciados, proyectos, actitudes, que abrieran una fisura, un cambio. A eso le llamamos fuerzas instituyentes. Esta predisposición no debe cancelarse, pero sí requiere de nuevas versiones. El problema, en todo caso, es cuando esa sensibilidad (entendida como un entrenamiento de escucha, de indagación, de predisposición corporal en el encuentro con los otros) se transforma en una sensibilidad única, con lo cual lo que se dificulta es la posibilidad de intervenir en otro tipo de escenarios.
Si los vínculos en una institución o colectivo son frágiles, precarios, si predomina la dificultad para trabajar juntos y para escucharse, de lo que se requiere es de la gestación de una máquina de percepción de los puntos de composición comunitaria. Si hablamos de máquina es porque se trata de un trabajo de co-funcionamiento entre cuerpos. Esa búsqueda de constituir una percepción común intenta encontrarse con enunciados, proyectos, gestos, actitudes, que armen lazos sociales. Vimos el ejemplo del torneo de fútbol en el recreo y el caso de Mauro en el taller de carpintería. Asimismo, si nos referimos a máquina de percepción es porque el problema primordial es poder visualizar, sentir, escuchar allí donde aparecen puntos de composición que permitan el trabajo en común o, lo que es lo mismo, de comunidad. Sin una máquina de percepción entrenada para ese registro –tanto en quienes intervenimos pero sobre todo en quienes integran la institución o colectivo- cualquier signo pasaría de largo y se perdería entre los movimientos incesantes del lugar. Se suele escuchar en las instituciones este enunciado: “Es que acá pasan tantas cosas que uno se la pasa tapando agujeros y no tiene tiempo para pensar los problemas en serio”.
Para poder abordar los problemas, se trata de una predisposición corporal, sensible, dispuesta a encontrarse con ese tipo específico de registro. Porque cuando algo no se siente, cuando no se lo ve y no se lo escucha, tampoco puede registrarse, tampoco puede transformarse en una herramienta de trabajo.
Trabajar sin partitura previa en las instituciones requiere del despliegue de esta máquina perceptual de signos que promueva los lazos de cooperación –la efectuación de la potencia- entre los sujetos.
A modo de resumen: el trabajo institucional clásico escuchaba y registraba los anudamientos, los atascamientos, porque éstos eran los que impedían el pensamiento colectivo. Se necesitaba desarmarlo para que emergieran nuevos deseos que impulsaran cambios. Cuando la precariedad es el escenario en donde se desarrollan nuestras intervenciones, de lo que se trata es de generar las condiciones de percepción para detectar aquello que configura y funda, aunque sea en forma momentánea, lo colectivo.
La caída de los muros institucionales.
Volvemos al colegio para pensar nuevas situaciones. Según los parámetros más extendidos, la institución se determina a partir del entrecruzamiento entre múltiples atravesamientos sociales, económicos, políticos, culturales, etc. En el caso de una escuela, por ejemplo, ésta se va constituyendo en el contacto con la comunidad, o, lo que es lo mismo, con un afuera. Sin embargo, en el trabajo que venimos realizando en el colegio, fuimos conociendo situaciones que pondrían de manifiesto una caída de los muros institucionales. Es decir: la disolución temporaria de ese adentro-afuera que regía a la institución y el advenimiento de un territorio en común entre el funcionamiento de la escuela y los flujos barriales.
La directora nos cuenta que hubo dos episodios bastante complejos que ocurrieron en el último tiempo. El primero de ellos se vincula con un robo a una compañera. Ella estaciona su auto en la puerta de una vecina de la escuela desde hace muchos años. Esta compañera hace 25 que trabaja en la institución. Es una referente en la escuela y en el barrio. Cuenta con un gran reconocimiento por parte de los vecinos. En el robo le rompieron el vidrio del auto y le sacaron un portafolio con papeles importantes. Sin embargo, más allá de lo que se robó, aquello que deja perplejo es que efectivamente se le haya robado a esta docente, siendo que, como se destacaba, ella cuenta con tanto reconocimiento en el barrio. La situación se torna aún más difícil cuando, según el testimonio de vecinos, quienes robaron el auto son ex alumnos de la escuela, uno de ellos vinculado recientemente con un violento episodio con un remisero. La docente, preocupada por el portafolio, sale a caminar el barrio. Mientras camina se le suman vecinos que la conocen. Llega a encontrar a uno de los pibes que supuestamente hizo el robo pero no obtiene respuesta; con otro, apodado el Chavito, se encuentra y le dice que ellos van a tener que hablar para aclarar la situación. Ese mismo día un vecino le comenta que algunos de los papeles del maletín están en un volquete de la basura. Adriana, junto a una vecina, se meten en el volquete y empiezan a rastrear los papeles. Ella luego cuenta a las compañeras que fue muy difícil verse en medio de la suciedad, con el olor, con la basura. En ese momento, mientras está en el volquete, se dice con desesperación: “Pensar que yo estoy acá ahora pero ellos viven siempre acá”.
El segundo episodio ocurre en la sala de reuniones. Estaban reunidas la preceptora y dos compañeras, cuando de repente se escuchó un impacto en el vidrio de la ventana: una bala perdida había ingresado a través de un orificio, pasando afortunadamente por encima de las tres, y rebotó contra la pared, perforando un mapa que estaba ahí ubicado. La situación generó mucha tensión y miedo. Si bien no fue un disparo dirigido a la escuela, las consecuencias pudieron ser muy graves. En la reunión la preceptora decía que “esas cosas son las que atentan contra ese plus que ponemos acá”. Plus de implicación, de compromiso. Y que “te hacen preguntarte qué puedo yo acá ahora, cuál es el límite, cuál es el umbral”. Por su parte, un docente decía que “hay cosas que te hacen un clic”. La preceptora cuenta que recién pudo empezar a asimilar lo ocurrido una semana después.
De todos modos, las reacciones son dispares: otro docente lo vive de una manera externa, sin mucho dramatismo porque él no se encontraba en la sala. Él cuenta que cuando llegó de su ciudad natal vivía la pobreza de un modo particular, pero que, con el correr del tiempo, esta situación, a fuerza de repetición, se le fue naturalizando. Lo mismo le ocurrió con el barrio: en la primera reunión que tuvo en la escuela, al momento de su ingreso, se sintió inseguro; luego de años de trabajo esa sensación fue cambiando. La directora, por su parte, se hace una pregunta: “¿Cómo tramitar el episodio del robo y de la bala sin que nos tome el discurso mediático? A esto se le suma una repregunta: ¿Cómo tramitar ese tipo de problemas sin que prime el discurso mediático –represivo- pero sin que tampoco se pierda de vista el miedo y la bronca que esos episodios provocaron en los integrantes de la escuela? Decíamos al respecto que así como teníamos que sustraernos del discurso de la mano dura, de la estigmatización, de las respuestas fáciles, también había que poner entre paréntesis el discurso ideológico progresista, ése que remite la violencia a causas globales como el capitalismo, el hambre, etc., en tanto en ambos casos lo que perdíamos de vista es el cuerpo y sus afectaciones.
Un aspecto que charlábamos es que o bien de manera aleatoria, casual, como ocurrió con la bala perdida, o bien ante el robo del auto de Adriana, pero el barrio se te mete en la escuela. Hablábamos de una caída de los muros que traza una frontera entre el barrio y el colegio. En los episodios relatados lo que se padece y comparte es el riesgo, la incertidumbre, la violencia, la vulnerabilidad, en una escuela que se funde en un territorio común con el barrio. Esto no significa que ya no existan más esos muros sino que estamos en presencia de situaciones concretas que los derriban en forma momentánea y nos hacen sentir muy expuestos a las contingencias. Como decíamos, el adentro y el afuera se desdibuja y lo que surge es un territorio con nuevos flujos, códigos y reglas.
Una dimensión que está en juego en los dos episodios y que nos sirvió como punto de partida para pensar es el cuerpo. No perderlo de vista con enunciados ya sabidos. La directora cuenta al respecto: “Yo al otro día no sabía qué hacer, por eso las llamé a las tres que habían vivido lo de la bala perdida, y les ofrecí mi apoyo afectivo”. Nos preguntamos: ¿Cómo elaborar el miedo, la incertidumbre, de un modo colectivo que no lo privatice, no naturalice los malestares ni los dolores y no aísle los cuerpos en respuestas individuales? ¿Cómo tramitar el miedo de un modo no-represivo? Y a su vez, ¿cómo tramitar el miedo de un modo que acote lo imaginario y lo mediático pero también lo ideológicamente correcto, es decir, esos bloques de saber que saturan de sentido la situación y el problema con respuestas preformateadas y globales?
Los códigos
Si existe un problema en las instituciones son los códigos. La institución muchas veces mantiene códigos que chocan contra los nuevos códigos que atraviesan a sus integrantes. La directora del colegio del que venimos dando cuento nos cuenta que ella siente un gran desconocimiento de los códigos de los pibes. Y agrega: “Acá estamos todavía muy parados desde nuestro lenguaje, tramitamos todo desde nuestro discurso, que nosotros creemos que es abierto y todo eso, pero no sabemos cómo los pibes tramitan la situación”. A esto último lo trae en relación a un nuevo episodio que nos comentaban: un alumno llamado Federico, que tiene diecisiete años, recibió un balazo en la pierna mientras estaba con sus amigos en una parada de colectivo. El tiro se lo pegó un grupo que pasaba por el lugar. La bala se le quedó alojada en la rodilla. Finalmente no se la pueden extraer por el riesgo de dañar una arteria importante en la intervención. En esas condiciones, rengueando, fue a la escuela al día siguiente. La preceptora comenta que Federico le relató el episodio. Por su parte, la directora cuenta que Federico se quedaba parado en un rincón del patio y la miraba como diciendo: “¿Y, no me vas a preguntar nada de esto?”. Ante esta situación ella se acercó, lo mismo que el resto de los alumnos.
Comentamos que, en un lapso muy corto de tiempo, entraron dos balas al colegio: una entró por la ventana de la sala de reuniones de la dirección y una segunda bala que ingresó en la pierna de un pibe. Sin embargo, ante estas dos situaciones hacíamos la siguiente diferenciación: en una escuela se suscitan problemas codificados y problemas descodificados. Los primeros, si bien son problemas muy complejos, como es el caso de la bala en la rodilla de Federico, son pasibles de ser representados, se los conoce más, se los puede pensar, quizá anticipar, y, más allá de las dificultades, afrontar en forma colectiva; en tal sentido, también hablamos de dos pibes que se agarraron a piñas en un aula, que es una situación habitual en cualquier colegio; pero en el caso de los problemas descodificados, lo que prima es la perplejidad, en tanto la aparición de ese acontecimiento desconcierta e impide pensarlo con otros, tal como nos viene ocurriendo con la bala perdida que ingresó a través del vidrio y el robo del portafolios de Adriana. Los problemas descodificados pueden transformarse en una condición para pensar algo nuevo, todavía no representado por el saber, o en una determinación que solamente nos paraliza y privatiza.
Códigos sin muros.
Vuelve el tema de los códigos y la caída de los muros. Un docente cuenta que en el taller de carpintería un pibe se armó una madera con punta para “buscar” a otro. El segundo se la quiso devolver y se armó un desbande bárbaro. El profesor entonces acudió a él. Este docente nos cuenta que ante su intervención en el aula, el alumno le respondió: “Qué te pasa, vení, chupámela”. Más tarde, el docente, con la ayuda de otro compañero, tuvo una charla con los dos pibes. Si bien los docentes les hablan sin vueltas, “como en el barrio”, y son claros, en esa conversación los pibes les dicen que ellos tienen sus códigos en el aula y que si alguien se manda alguna cagada hay que corregirlo, “hay que aplicarle un correctivo”. Los docentes nos cuentan que en la charla no se usaron términos institucionales. Tal como vemos, si no se utilizaron es porque se sabía que éstos no iban a producir marcas en los pibes. Usarlos los hubiera alejado aún más de ellos. Los pibes fueron muy claros al relatar lo ocurrido: el que se hace alguna, lo corrigen con sus métodos. Lo que remarcábamos es que en ese tipo de situaciones no hay profesor, ni preceptor, ni coordinador, ni directora: son únicamente los pibes manejándose como se manejan en otras dimensiones de su vida cotidiana pero al interior –si es que podemos seguir hablando de interior- del colegio.
Hay cosas que ya las vamos sabiendo. Una de ellas es que los códigos del barrio se usan en la escuela mucho más que las propias normas institucionales. Otra que los pibes por momentos no reconocen a las autoridades. Otra es que los maestros están desbordados y/o resignados ante los modos de los alumnos. Otra es que los pibes se agreden entre sí o a los maestros. Otra que roban herramientas. Entonces: ¿Cómo pasamos de la certeza de lo que ya no funciona como tal a la elaboración de problemas nuevos? ¿Qué vemos en esos cuerpos juveniles que están en la escuela y que presentan una serie de códigos y estéticas que no podemos descifrar? ¿Qué podemos hacer junto a ellos?
¿De qué desertan los maestros?
A la hora de ponerle el cuerpo a la elaboración de un problema en un colegio hay docentes que no pueden. Se agrega también aquellos docentes que cuentan con mayores recursos y experiencia para afrontar situaciones de conflicto y para crear puentes con los alumnos. Pero también están los que se sienten desbordados al punto de tener que irse del aula antes de estallar y reaccionar mal, o de solicitar la intervención de un tercero, por lo general encarnado en las figuras de la preceptora y la directora. De hecho, suele ocurrir que la convocan a la preceptora para que se quede en el aula. Una vez en el allí, la preceptora no interviene, simplemente está sentada mientras el docente da su clase. Parece como si su sola presencia fuera indispensable para que el docente pudiera construir, aunque sea de manera contingente, breve, su autoridad. Hay una noción que puede servirnos para pensar esta situación: el concepto de meta-institución. Es decir: una instancia o figura que sirve para otorgar respaldo, sentidos, a una institución. El Estado, en sus tiempos de plena vigencia y solidez, fue la gran meta-institución de las instituciones. Esto es: era la gran donadora de sentido, el gran respaldo (no sólo económico y legal sino más bien simbólico) de instituciones tales como la escuela, la familia, etc., etc. En este caso, la presencia de la preceptora rearma (de manera muy frágil) dos instancias posibles: una maestra y los alumnos dando clase en un aula.
Algo que insiste en las reuniones es la idea de que todo depende mucho de la postura del docente. "Siempre hay un agujerito vulnerable en el otro", dice una maestra. La buena predisposición y la voluntad inquebrantable del docente es la que permitiría construir un lazo posible con los pibes. Ahora, como decíamos, si hay algo también que insiste en las reuniones es que muchos maestros no logran esa predisposición y se desbordan o recluyen en la pasividad. En la actualidad la deserción docente -pedido de licencias o renuncias- es una tendencia en crecimiento. En el epílogo del libro Escuelas en escena, Diego Sztulwark formula una hipótesis que quizás nos pueda servir para pensar estas huidas intempestivas: “¿De qué huye exactamente un docente?... Huimos del roce no elaborado con unas formas de vida de los chicos y chicas que amenazan con sobrepasarnos, con desorientarnos, con arrastrarnos a tierras ignotas e indescifrables. El impulso de la huida es aquello que en nosotros evita un peligro y una tensión cuya resolución nos demandaría unas fuerzas de las que tal vez carecemos. Huimos de tales imposibilidades y nos lo explicamos como formas de autopreservación”.
Para los esquemas habituales el problema era cómo retener a los alumnos que se iban, pero el abandono del cuerpo docente, esos maestros que no pueden más y quiere irse o tomarse una licencia, es un modo de expresión reciente en las escuelas.
Los proyectos.
Los proyectos son una constante en los colegios. Ya sea por iniciativa del Ministerio o por alguna fundación que los propone, o por alguna iniciativa de una institución del barrio. Pero suele aparecer la posibilidad de armar un proyecto que posibilite financiamiento para determinas cuestiones.
La directora del colegio en el que intervenimos se pregunta: “¿Qué sería de mí en la escuela sin los proyectos?”. Le sumamos: “¿Qué sería de la escuela sin los proyectos?”. Un docente ensaya una respuesta por el lado de la financiación y los recursos materiales: “Sería, por ejemplo, una escuela con muchísimas menos herramientas de las que tenemos”. Creemos necesario ampliar esa versión. Si no, se circunscribe la noción de proyecto a algo meramente técnico, sinónimo de requisito administrativo para gestionar apoyo o financiación. Nos resulta necesario ensayar otras definiciones del proyecto en torno a la producción de subjetividad. Proponemos esta: proyecto es todo lo que genera y activa una comunidad de afectos, comunicación, y de pensamiento en la institución, condición para desplegar ese plus de trabajo que hoy requiere una escuela como esta. En ese sentido, cuando nos preguntamos “¿qué es lo que hace que un docente se quede o se quiera ir de la escuela?”, la directora es inequívoca en su respuesta: “para mí tiene que ver con los proyectos”. Una docente, por su parte, agrega: "Acá los proyectos evitan la chatura que implica apagar únicamente los incendios cotidianos". En todo caso, entonces, quizás el proyecto no esté tanto en el formulario que hay que llenar como en los encuentros fuera del horario habitual para concretarlos, para pensar con otros, en las expectativas, en las preguntas sobre la escuela, sobre nosotros mismos, que ese llenado del formulario genera y habilita. La noción de proyecto nos convoca más en su dimensión ontológica (la posibilidad de crear territorios y mundos y subjetividades posibles en torno de la escuela) que en su acepción fáctica. Puesto que si son meramente técnicos, lo que aparece es la cara violenta del proyecto: la imposición externa de los tiempos y las formalidades.
Los que también hablan de proyecto, como para seguir rodeando el concepto, son Ignacio Lewkowicz y Mariana Cantarelli. Cantarrelli y Lewcowicz dicen, en referencia a la época actual, en la que el lazo social no está garantizado de antemano, que lo social hoy no es otra cosa que el efecto colateral de una agrupación o conexión contingente de personas a partir de un proyecto (de un problema, de un emprendimiento, de una tarea, de una situación). Según ellos, si en épocas anteriores lo que producía un
Llegados a este punto, podemos retornar a esos dos modos de funcionamiento institucionales que tienen incidencia en sus miembros: un funcionamiento de orden fáctico, vinculado con las tareas administrativas, burocráticas y formales que "impone" el hacer cotidiano, y una modalidad comunitaria, íntimamente vinculada con la autogestión de proyectos, iniciativas, ideas, o, en otras palabras, en el caso del colegio, la autogestión de todo aquello que formalmente está calificado como lo no-escolar pero que en las condiciones actuales -cuando surgen- es el texto de una escuela viva, deseante, que vibra.
Bibliografía.
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