En última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado.
Friedrich Wilhelm Nietzsche, Más allá del bien y del mal
Si pensamos que el deseo es un cúmulo de pulsiones, una fuerza que avanza, que quiere conexiones, más conexiones y más… Quizá podamos asumir que el deseo no involucra ninguna falta sino que es flujo e intensidad, mueve, tiende a la creación, vitaliza. Asimismo, tal vez, podamos diferenciar, al menos analíticamente, entre una efectuación vigorizante y creativa del deseo de otra nociva y destructiva para el cuerpo. Es decir, discernir entre: un deseo esclavo en tanto que deseo de otro (cierto desplazamiento del objeto del deseo dentro una red intersubjetiva) o, lo que es lo mismo, el deseo de pertenecer a dicha red; de otro deseo activo y efectivo que lleva a querer estar-ahí, a componer con otros. Cada lazo social es sui generis, único e irrepetible; cada deseo tiene múltiples motores. Y, a la vez, cada vínculo se inscribe dentro de alguna red y se transforma, relacionándose con otros. Quizá existe algún tipo de lógica propia de algunas redes que nos sobrepasa e impone su mandato en mayor o menor grado. Tal vez la angustia nace justamente cuando, al participar de redes perversas, tomamos una cosa por otra: al deseo esclavo como si fuera activo.
Si en última instancia lo que vitaliza, entonces, es amar el deseo activo, querer querer, porque no querer es someterse a la insensibilidad y a la inacción, ¿por qué no podemos ir un poco más lejos y llevar a cabo una orgía genital y espiritual con la neurosis en el subsuelo? Todos aquellos que no somos ni tan cristianos, ni tan heterosexuales, ni tan conservadores, ¿podemos transformar los juegos enfermos y decadentes, que abundan por doquier, en juegos virtuosos, vitales y móviles?
Si admitimos que existe otra fuerza que circunscribe el deseo, que lo acota. Si aceptamos que la Falta, la Cultura, la Ley es la reducción y la abolición del deseo: no sólo en su fórmula general, colectiva (las normas sociales) sino también en su acepción personal, particular (interiorizada). Asumamos entonces que hay tanto clichés colectivos como personales. Y si asumimos que no podemos vivir sin establecer y respetar ciertos límites, ciertas reglas, entonces tenemos que considerar que esta fuerza opera en y a través de los cuerpos y que, para ir más lejos, es necesaria para vivir (con otros).
En la posmodernidad este vaivén, quizá eterno, entre Deseo y Ley se transforma, al menos, en un punto. La máxima (supuestamente exterior a la moral) del "todo vale, todo está permitido" pasa a ocupar la primera plana. El cuidado por el otro y por uno mismo se ve desplazado al mismo sector que la prudencia vital, aquella previa a cada acción que aumente realmente la potencia. En un supuesto mundo sin límites, donde debería fluir el deseo liberado, estaríamos más cerca de las pasiones alegres. Pero, ¿por qué sospechamos que esto no se corrobora? ¿Por qué percibimos en el aire contemporáneo una mezcla de hipocresía y vanidad? Sabemos que las fuerzas morales no han desaparecido. Sabemos que se han transfigurado adoptando distintas expresiones que, en última instancia, responden a un mismo patrón: al capitalismo como religión laica universal.
Si hoy, más que antes, sabemos que el camino moral, occidental, cristiano, monogámico, heterosexual, es decir, el de los límites trascendentes no es el que elegimos. Si sabemos que este camino, para jugar un poco más fuerte, no es fructífero: porque, lejos de acercarnos, nos aleja de las pulsiones vitales y de las pasiones alegres. Si sabemos que la fascinación que puede producir un mundo sin límites es también, en última instancia, trascendente. Si sentimos que el mundo posmoderno es un mundo desatado pero no libre ni liberado porque la única libertad que reina es la libertad fascistoide, la del mercado; podemos asumir que este mundo nos hace caer en una fascinación hipócrita e ingenua.
Entonces, si aceptamos todo esto, ¿qué camino nos queda? ¿Cómo resolvemos la irreconciliable lucha de estas fuerzas en pugna aquellos que no optamos ni por el camino posmoderno ni por el moral? ¿Cómo soportar vital y prudentemente esta tensión entre Deseo y Ley? ¿Cómo fugarnos sin escaparnos ni aislarnos desesperadamente? En fin: ¿es la tragedia posmoderna inevitable? ¿Son estos los únicos mundos (con sus ínfimas e infinitas variantes que son, al fin y al cabo, iguales) los que podemos crear?
Es difícil dar una respuesta: el juego moral ofrece tranquilidad, confort, buena alimentación y mente sin mayores sobresaltos (gracias, entre otras cosas, a la masiva prescripción de psicofármacos); el juego posmoderno fascina y atrapa desde experiencias que se pretenden rebeldes, reveladores y, supuestamente, libres y libertarias. Se me ocurre una alternativa que no constituye ninguna novedad: es el camino ético. Aceptando que nadie es competente para mí, en cada situación, cada uno debe proponer sus propios límites y reglas y crear sus propios enunciados siempre con otros, constituyendo cierto individualismo altruista. El problema no son los límites o las reglas en sí mismas sino su carácter apriorístico. La disciplina exterior (aunque interiorizada) nunca puede terminar de acotar ni de reducir las fuerzas deseantes que emanan sin cesar. El deseo activo siempre va a constituir un plus, y está en la fortaleza de cada uno poder encausarlo. ¿Podemos, así, rechazar la trascendencia, los grandes relatos, las verdades últimas? La segunda alternativa, que insiste hoy con mayor frecuencia, es descartable por un motivo similar: la supuesta ausencia de reglas es en última instancia una regla a priori, falsamente rebelde y sumamente peligrosa. Los cuerpos se definen por lo que pueden, en cada situación, no por lo que son; no por su esencia última, inalterable, sino por su potencia cuantitativamente cambiante. Es imposible dilucidar lo que un cuerpo puede hasta que está ahí, con los otros, en relación, en situación. Por esto las altas dosis, los excesos descerebrados, que hacen saltar umbrales de intensidad de un modo muy brusco constituyen shocks que alteran demasiado rápido lo fisiológico y la subjetividad. Intentos que muchas veces se pretenden como experiencias vitales, renovadoras, se terminan acercando más a la desesperación absoluta o, inclusive, a la muerte física y/o espiritual. Aunque sea casi imposible es fundamental no confundir, ni mental ni corporalmente, euforia con intensidad, y distinguir manía de vitalidad.
En el estado actual de las cosas (y de las palabras), el juego posmoderno da cuenta de una endogamia que agobia y asfixia. Lejos de conseguir la liberación del deseo de las ataduras morales, llegamos a una prisión que tal vez no adquiere su forma clásica, pero sí es sumamente efectiva. Giramos circularmente en torno a pensamientos que no llevan a ninguna parte, reflexiones de las reflexiones, palabras gastadas y canciones repetidas. Jugamos papeles ya establecidos, sujetos paranoicos, histéricos, insomnes; cuando lo que, en realidad, queremos es crear actores nuevos que construyan y vivan, siempre con otros, situaciones inéditas, que expresen parlamentos propios, únicos, diferentes.
Entonces, de nuevo, ¿cómo escapar de la Tragedia Posmoderna? Quizá una de las salidas sea justamente no seguir reflexionando sobre el juego mismo sino tratar de olvidarlo (activamente): abrirlo, hacerle tajos. Hay muchos mundos afuera: todos por construir. Cerrándonos de esa forma sólo fabricamos nuestras propias cárceles. Romper esta oscilación implica nuevas posibilidades de apertura y de cambio: una exogamia, digámoslo así, estrictamente política.
La vida ética es un camino de (y para) espíritus libres y fuertes. Que construyen verdades útiles estableciendo una pragmática situacional. Que luchan contra los clichés individuales y colectivos. Que componen con otros sin perderse en el individualismo egoísta ni en el religioso colectivismo. Que buscan atravesar umbrales de intensidad sin perderse en la fascinación que provoca la euforia. Que pintan los matices de una vida sin usar el frágil recurso del contraste. Angustia por momentos sentirse sumergido en un desierto demasiado movedizo y cambiante. Pero puede tranquilizarnos intuir que es justamente allí donde podemos extraer toda su fortaleza.-
Guido Bonano
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